Cuando todo indicaba que el hábito de fumar tabaco en nuestro país se había reducido, se observa desde hace unos años un sorprendente aumento de consumidores adolescentes.
Al menos dos generaciones previas rechazaban esta adicción; algunos como resultado de los cambios regulatorios en la promoción y comercialización de cigarrillos y otros por haber crecido en hogares impregnados de humo y, en consecuencia, haber presenciado enfermedades pulmonares y cardíacas en padres, tíos y abuelos.
En la actualidad, un incalculable número de chicos y chicas parecen ignorar lo aprendido y vuelven a fumar de manera cotidiana. Muchos otros respiran “humo de tercera mano”, que son los residuos tóxicos invisibles que permanecen en ambientes mucho tiempo después de que los cigarrillos fueron apagados.
En este contexto, los fabricantes de cigarrillos electrónicos parecen haber encontrado una oportunidad comercial. Publicitan sus productos como “inocuos, al estar diseñados para simular el consumo de tabaco sin quemarlo directamente”. Y afirman que “representan un recurso terapéutico, al reducir el consumo de tóxicos presentes en la combustión del tabaco”.
Circulan dispositivos descartables -más económicos y con dosis de sustancias preestablecidas- y recargables, en los que el consumidor elige la concentración de nicotina y saborizantes.
A pesar de los entusiastas argumentos, el vapeo nunca es inocuo. Causa idénticos problemas -a corto y a largo plazo- que el cigarrillo tradicional.
En 1968, el estadounidense Herbert A. Gilbert patentó el primer cigarrillo electrónico del mundo. Proponía un consumo inofensivo, al sustituir la combustión del tabaco por aire tibio y húmedo. Nunca llegó a comercializarlo. Su patente fue adquirida entonces por el farmacéutico chino Hon Lik, quien en 2003 lanzó al mercado un dispositivo similar, aunque con nicotina, y logró gran difusión internacional.
La evaluación de la toxicidad en diferentes países llevó a autorizaciones disímiles. Aquellos que los aprobaron para su consumo también advierten los daños potenciales.
Argentina, en cambio, conforma un grupo de países en los que, por decreto, se prohíbe “la importación, distribución, comercialización y la publicidad o cualquier modalidad de promoción del sistema electrónico de administración de nicotina denominado ‘cigarrillo electrónico’ (disposición 3.226 de 2011, de Anmat).”
Entre los fundamentos, las autoridades destacan que, si bien el término popularizado es “vapeo” (de vapor), los cigarrillos electrónicos emiten aerosoles que liberan un sinnúmero de sustancias tóxicas además de la nicotina (propilenglicol, diacetilo, glicerina vegetal, acroleína formaldehido, metales pesados y saborizantes artificiales), más otros ingredientes psicoactivos que afectan el cerebro en crecimiento de los adolescentes.
En el nivel institucional, la Sociedad Argentina de Pediatría advierte que “el incremento en el consumo de vapeadores entre adolescentes es nocivo y abre la puerta al tabaquismo y otras adicciones”. Se basan en estudios poblacionales que demuestran que vapear triplica la probabilidad de fumar cigarrillos comunes en etapas posteriores.
Hay situaciones más complejas, como ocurre en ciertas jurisdicciones de Estados Unidos en las que el consumo de marihuana es legal. Es común que algunos consumidores carguen cigarrillos electrónicos con extracto de aceite de cannabis; al no liberar el olor característico, les permite pasar inadvertidos en espacios públicos o ante otras personas.
En Argentina se lleva adelante la campaña nacional “El vapeo y sus riesgos“, lanzada en coincidencia con el Día Mundial sin Tabaco y que busca “revertir la tendencia creciente del uso de cigarrillos electrónicos, intentando alertar a la población sobre sus riesgos y eliminar la percepción errónea de seguridad que acompaña a estos dispositivos”.
Lo dicho: vapear no es inocuo.
- Médico