La condena de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner es demasiado importante como para reducirla a una vulgar competencia de odios y aplausos.
Veamos los datos jurídicos y sociológicos que fijan su contexto.
La corrupción en la Argentina no es un simple delito penal. Es un sistema de construcción de poder político, económico y sindical impregnado de corrupción, con impunidad judicial garantizada y con un fuerte aval social.
Todo proceso de acumulación de poder político y económico sigue la misma secuencia. Sobrecostos, sobreprecios, enriquecimiento ilícito y lavado de activos. No hay estructuras de poder que no hayan seguido este camino.
Lo más grave es el aval social. Quizá el origen sea el Martín Fierro. O la “viveza criolla” del Viejo Viscacha. El argentino identifica honestidad con debilidad. Mira con simpatía la “viveza criolla” en el ejercicio del poder. “Roba pero hace”. Ello genera desconfianza social en la ley como regla de orden social.
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Un proceso judicial por corrupción dura en el país un promedio de 14 años y tiene un índice de condena de sólo el 5%. Y los bienes robados por la corrupción nunca aparecen.
Es totalmente incierto que los embargos a Cristina Fernández den resultado.
El sistema judicial argentino es de doble instancia y no de triple instancia. La sentencia de segunda instancia es firme, definitiva y de cumplimiento efectivo.
El artículo 8.2 h de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) garantiza la segunda instancia, pero nunca una tercera.
La falsa tesis de la tercera instancia viene siendo defendida desde hace más de 20 años por militantes del kirchnerismo. Carece de todo fundamento jurídico. Esa falsa tesis llevaría los procesos por corrupción a 20 años de tramitación. Y prescripciones liberatorias inevitables.
La posibilidad de que intervenga la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por supuestas violaciones a la CADH es igual a cero.
Opinión
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No existe ninguna violación convencional que permita abrir la llamada “cuarta instancia”.
La CIDH, en su resolución 1/18 de Bogotá, declaró que la corrupción es hoy una de las mayores violaciones a los derechos humanos en el continente americano.
En el libro La corrupción como modelo de poder, se hace una estimación fundada de los sobrecostos en la obra pública nacional durante el período 2005-2015, que da una suma de U$S 25 mil millones. A estos montos se deben agregar los sobrecostos en las concesiones de servicios públicos, con montos similares, y la corrupción en las 24 provincias argentinas, basada en mismo sistema de sobrecostos, enriquecimiento ilícito y lavado.
Durante el menemismo, las privatizaciones fueron la matriz de la corrupción. Era una corrupción casi democrática. Todos participaban de la fiesta. El kirchnerismo centralizó y monopolizó la corrupción en el Estado.
Ese sistema tiene partícipes y cómplices judiciales, económicos y sindicales. Y ellos también deben ser juzgados. Porque se trata de un delito contra el orden democrático y, como tal, imprescriptible.
Transparencia Internacional ha denunciado, con números a la vista, que el continente americano es el de mayor corrupción y desigualdad social en el mundo. Ese dato pone fin al relato de que el progresismo con alta corrupción era la vía idónea para lograr una justa distribución del ingreso.
Javier Milei no puede pretender beneficiarse con la condena a Cristina Fernández. Sería de un vulgar oportunismo.
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Además, no existe ningún proyecto de ley que lleve su firma que busque terminar con la vergüenza de los procesos por corrupción que duran 14 años y que terminan en prescripciones liberatorias a favor de los corruptos.
En esa línea, existe un único proyecto de ley presentado en democracia que lleva el nombre del firmante de esta columna y el de Patricia Bullrich, ambos diputados nacionales en ese entonces.
Milei debe entender que el déficit cero está bien, pero no alcanza para un cambio de modelo de país. No hay seguridad jurídica sustentable ni crecimiento económico posible con alta corrupción impune, y menos aún con un presidente que descalifica a sus adversarios con insultos.
El crecimiento de los países, en el siglo 21, pasa por su calidad institucional.
Los puntos de esta columna deberían servir para una madura lectura de la sentencia dictada en contra de Cristina Fernández de Kirchner. No sirve la grieta para ningún análisis serio. Menos aún en el periodismo o en las cátedras universitarias. La libertad de expresión y de pensamiento que consagra el articulo 13 de la Convención Americana es para garantizar al ciudadano un mensaje libre, plural y veraz. No garantiza a periodistas militantes.
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Se impone un salto de calidad institucional. El Poder Ejecutivo debería enviar con urgencia un proyecto de ley que modifique el sistema judicial. Pero no limitado a cambios en las competencias, procedimientos o fueros. Debe ser un cambio en la política criminal que desplace el peso de la persecución penal hacia los delitos del poder. De todos los poderes. Que fije plazos máximos para las condenas por corrupción.
Bajar la edad de imputabilidad es sencillísimo y rentable políticamente. Ya lo hizo Néstor Kirchner con las leyes Blumberg.
Editorial
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El desafío que Milei no quiere enfrentar es el de terminar con la impunidad de la corrupción del poder político, del poder económico y del poder sindical. Esa es la verdadera batalla cultural.
- Expresidente de la Comisión de Legislación Penal de la Cámara de Diputados de la Nación