26 julio, 2025

Sesenta años de violencia racial, leyes injustas y lucha social en EEUU

“El miedo que detecté en la voz de mi padre cuando se dio cuenta de que de verdad me creía capaz de hacer lo mismo que un niño blanco y tenía toda la intención de demostrarlo no se parecía en nada al miedo que percibía cuando alguno de nosotros estaba enfermo, se había caído por las escaleras o se había alejado demasiado de casa”. Lo escribió James Baldwin (1924-1987) en un convulso 1963. “Era otro miedo: el miedo de que el niño, al desafiar las presunciones del mundo blanco, estuviera exponiéndose a la destrucción”, puede leerse en ‘La próxima vez el fuego’, obra de este coetáneo de Martin Luther King y su ‘I have a dream’.

Más de medio siglo después, el tiempo y la poesía de Claudia Rankine le dan la razón a Baldwin en un EEUU inquieto, atrapado en un presente de racismo enquistado. “Sí, y el cuerpo tiene memoria. Y el que soporta esta carga arrastra más que su propio peso”, declara en ‘Ciudadana’, y añade: “Toda la resistencia imperturbable, que no pudo ser abatida ni intimidada, no borra los momentos vividos, aunque seamos eternamente estúpidos o eternamente optimistas”.

De Baldwin a Rankine se traza la historia de violencia de un país que, lejos de ocuparse del trauma de la esclavitud, ha permitido que la injusticia se valiera de nuevas estructuras para seguir siendo socialmente aceptable. El próximo 6 de agosto se cumplen 60 años de la Ley de Derecho al Voto de 1965, que estableció las bases para eliminar las barreras impuestas para la participación electoral de la comunidad afroamericana. El hito llegó justo en otro aniversario que tampoco fue feliz, sino que evidenció la falta flagrante de progreso. Aquel año, hacía un siglo que la Constitución estadounidense protegía a sus ciudadanos de la discriminación racial. El fracaso había sido estrepitoso. “Los negros habían sufrido ya cien años de demora”, escribió entonces King.

Con este aniversario como espejo, recorremos a través de cinco obras el reflejo que la literatura ha dejado de 60 años de violencia racial, injusticias sociales y una lucha incesante: desde los ensayos sobre sueños de libertad que tardaba en llegar de King y Baldwin, hasta la poesía urgente de Rankine, un nuevo clásico de hace apenas una década. Otros autores contemporáneos continúan abriendo nuevas formas de contar las historias en los márgenes para los que no existen documentos que den el privilegio de la memoria histórica.

Como Amanda Gorman, la joven que leyó en la inauguración presidencial de Joe Biden en 2020, o Colson Whitehead que desde la ficción ha recuperado más recientemente historias de niños negros que fueron aleatoriamente arrebatados de su infancia en un reformatorio-cárcel (‘Los chicos de la Nickel’). A través de estos libros, la literatura ha sido denuncia y reflexión íntima sobre el espacio que ocupa el cuerpo negro en una sociedad opresiva, pero también imaginación para un futuro distinto, aún por llegar.

Sarta de mitos

“Los negros estadounidenses tienen la enorme ventaja de no haberse creído nunca la sarta de mitos a los que se aferran los blancos: que sus ancestros eran todos héroes amantes de la libertad, que nacieron en el país más extraordinario que el mundo ha visto jamás”, escribe James Baldwin en ‘La próxima vez el fuego’. En una carta a su sobrino, el autor trata de prevenirle de los desencantos de ponerle nombre al racismo al entrar en la edad adulta. Como la condena a la miseria de nacer en un barrio marginal, que no se soluciona con dinero. “Para gozar de libertad, se necesitaba algo más que una cuenta bancaria. Se necesitaba una palanca, una ventaja, una manera de inspirar miedo”, añade, en una idea que hoy solo ha cobrado fuerza, cuando el racismo se disfraza de clasismo y, en realidad, suelen ir de la mano.

Baldwin no cayó en el crimen: optó por la Iglesia. En la fe cristiana encontró consuelo, pero también más confusión al observar una caridad blanca mal entendida. Viendo cómo los trabajos previstos para la sociedad negra eran los de servir a los blancos, explotados como amas de casa o de lavaplatos, observa cómo esa supuesta generosidad blanca no es sino “una vía de escape para sus frustraciones y hostilidades”.

Esa pretendida calma doméstica de ‘iguales pero no mezclados’ que duró hasta los 60, contrastaba con cómo EEUU se presentaba en el exterior, desde la Guerra Fría, como adalid del mundo libre.”Hay cierta amarga ironía en la imagen de su país defendiendo la libertad en tierras extranjeras y fracasando a la hora de garantizar esa libertad a veinte millones de los suyos”, escribe Martin Luther King en ‘Por qué no podemos esperar’.

Habían pasado cien años desde el fin de la esclavitud y seguían siendo ciudadanos de segunda clase. «No se puede esperar que 300 años de humillaciones, abusos y privaciones encuentren voz en un susurro», argumenta en defensa de la resistencia no violenta, que sí fue golpeada con violencia policial.

El miedo que deriva del racismo no era exclusivo de los afroamericanos; también perseguía a los opresores blancos, en forma de culpa, expone King. Más allá de la brutalidad visible, lo más doloroso era el silencio de quienes miraron a otro lado. “La segregación cortés no es respeto”, sentencia. Y añade un fenómeno más: al pasar a la acción, los que llevaban un siglo esperando se despojaban del ninguneo blanco para reclamar su lugar. “El negro por fin tenía la sensación de ser alguien. Esto le permitió transmutar el odio en energía constructiva, buscar no solo liberarse a sí mismo sino liberar a su opresor de sus pecados”, escribe. Con todo, alerta de que «los negros son humanos, no sobrehumanos”, y esperar que el oprimido actúe de forma intachable es otra forma de racismo: pasar de atribuir, solo por el color de piel, la maldad a asignarle pureza de espíritu por una resiliencia no deseada.

La poesía como herida

“El mundo se equivoca. No puedes dejar atrás el pasado. Está enterrado en ti; ha convertido tu carne en su propio armario”, escribe Claudia Rankine en ‘Ciudadana’, rendida al mundo heredado de King y Baldwin. Con una poesía fragmentada, como un collage, deja al lector entrar en los mecanismos autodestructivos que pone en marcha el racismo sistémico, el menos espectacular, el que no recibe queja ni reprimenda pero merma al ser.

Que se desdibuje la línea entre prosa y verso es lo de menos, cuando se confunde la voz interna y la externa, cuando se disocia el yo, y cuestionas tu relato y tu mera existencia: “Espera, ¿acabas de oír, acabas de decir, acabas de ver, acabas de hacer eso?”, interpela en su cabeza a la vecina, la amiga de infancia, que ha deslizado un (¿chiste?) racista, o que la ha llamado sin querer por el nombre de su limpiadora negra. Y se pregunta, será porque no conoce a nadie más que sea negro, o cree que todos los negros nos parecemos… “Entonces la voz de tu cabeza te dice en silencio que quites el pie de tu cuello porque llevarse bien con alguien no debería ser una ambición”, dice.

La metáfora se volvió realidad cuando, apenas unos años después, en plena pandemia, un policía blanco paraba en un control aleatorio de tráfico a una persona no aleatoriamente negra. Se llamaba George Floyd y el pie en el cuello le mató. Lo último que dijo fue “no puedo respirar”». Cuando Baldwin anunció ‘la próxima vez el fuego’ se debía referir a 2020, porque la furia ardió entonces, saltándose el confinamiento porque millones de estadounidenses estaban hartos de no poder respirar.

Esas protestas contribuyeron a sacar a Donald Trump de la Casa Blanca, aunque, como Rankine dice, la memoria es caprichosa, y cuatro años después volvió. En enero de 2021, Gorman, con 22 años, fue la poeta más joven en hablar en una inauguración presidencial, la de Joe Biden. “Somos herederos de un país y un tiempo en los que una chica flaca negra, descendiente de esclavos y criada por una madre soltera, puede soñar con convertirse en presidenta y verse recitando ante un presidente”, leyó entonces, en la misma explanada del National Mall en Washington, no lejos de donde Martin Luther King dio esperanza 60 años atrás.

“Aquel que dijo que no morimos en nuestros sueños, claro está, nunca fue negro. Algunas veces el anochecer nos devora», escribe Gorman en ‘Mi nombre es nosotros’, trayendo a nuestros días el sueño aún no realizado de King. «Soñamos con una tierra liberada, no sin ley”, añade para los que tacharon la manifestación de antisistema sin escuchar las demandas.

Si en la poesía de Rankine el cuerpo negro es observado, hipervigilado, estereotipado, en los versos de Gorman es símbolo de una herencia a la que trata de honrar con esperanza, desde el reconocimiento del dolor heredado, casi ceremonial por su musicalidad, que deja claro a lo que aspira. “No podemos desafiar a la policía si no dejamos de vigilar nuestra imaginación, ni de decir a los nuestros que esto no funcionará”, sostiene, y pasa el foco de fuera a dentro.

De los manifiestos de King y las cartas de Baldwin a los ‘collages’ poéticos de Rankine o la nobleza de Gorman, pasando por las ficciones rescatadas de Whitehead, a lo largo de este recorrido cada obra ha contribuido a configurar una constelación literaria y política que denuncia, recuerda y proyecta. Más allá de la conmemoración, el testimonio literario constituye una confrontación con el presente y abre la posibilidad de imaginar futuros distintos. Gorman lo enuncia de forma directa: “El futuro pertenece a quienes están dispuestos a cargar con él“. La literatura se convierte así en un acto de memoria y construcción colectiva de los futuros posibles.

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