16.2 C
Córdoba
18 noviembre, 2024

Los turbulentos 60 días finales del último Perón

En apenas 60 días la vida de Juan Domingo Perón se iría apagando, azotada por las turbulencias políticas y los desasosiegos personales de un tiempo indómito, espíritu de época agravado por el corazón maltrecho del general, ya fatigado y enfermo. Ese hombre, amado como un prócer mitológico o desdeñado por el añejo rencor de sus detractores más memoriosos, había sido el gran protagonista, por presencia o ausencia, de tres décadas de la vida política nacional. Sus últimos soplos de vida se diluirían a ritmo de vértigo, en particular en las jornadas del 1° de mayo, el 12 de junio y el 1° de julio de 1974, día en que el telón bajaría bruscamente, esta vez para siempre, mientras su nombre era meneado y reclamado para la historia grande de los argentinos y para la liturgia peronista, compuesta por más militantes que ciudadanos del común, aunque éstos últimos, en abrumadora mayoría, ya habían dejado atrás los enconos del ayer y sentirían la pérdida como propia.

Para bien o para mal, Perón había cambiado para siempre el curso de la historia argentina a partir del 17 de octubre de 1945, y al volver al país luego de un destierro de 18 años quería reparar desencuentros pretéritos. Sabía que le quedaba poco hilo en el carretel, como le confesaría al jefe del radicalismo, Ricardo Balbín, quien había sido un rabioso enemigo en los diez primeros años de su gobierno, al que incluso había encarcelado bajo el cargo de desacato, figura leguleya que apenas disimulaba la mutua discordia personal y política que sentían en un tiempo que treinta años después sería sólo olvido y memoria sepultada: “Doctor, no tengo tiempo para pacificar ni reconstruir al país. Me queda poca vida…”, le diría en tono intimista apenas regresado, con dos infartos a cuestas, uno en pleno vuelo charter de Alitalia del 17 de noviembre de 1972, y otro recién llegado definitivamente al país, pocos días después de los sangrientos enfrentamientos de sus tribus en Ezeiza, el 20 de junio de 1973.

Tanto presentía Perón su suerte ya echada que en aquellos días les reprocharía a sus propios médicos en una de las tantas descompensaciones del tiempo final “¡No me mientan más! Sé que me estoy muriendo. Nadie conoce mejor la salud de Perón que el doctor Perón”, les diría en tono de sermón. Los testimonios de época, la profusa historia almacenada sobre aquel ciclo agónico, los libros ad hoc que repasaron los años de su exilio y regreso y las biografías escritas desde pupitres enemistados, darían cuenta de la impotencia del viejo guerrero de la política y militar devoto de los rígidos hábitos cuarteleros, al advertir que ya no tendría tiempo para desactivar el aprendizaje de la violencia política que él mismo había encendido en la combativa militancia juvenil, para darle músculo y acción a su ajedrez estratégico contra la dictadura de Lanusse.

Esos jóvenes, que en los años 70 habían refrescado la fe popular en el credo peronista, no sabían de sus dos primero gobiernos sino por relatos parentales y narraciones históricas de neutralidad sospechosa. Tampoco habían buceado en su verdadero pensamiento político: prefirieron dejarse llevar por el vendaval revolucionario de la lucha armada: creyeron ver a un Perón amigo de los socialismos insurreccionales de la Guerra Fría, con Fidel Castro y el Che Guevara como estatuas latinoamericanas del “hombre nuevo”, una fábula en gestación.

El general, que vistió las conquistas sociales con las tres banderas históricas, desilusionaría aún más a esa juventud confundida, que lo escuchó decir sin titubeos, al día siguiente de la batalla de los bosques de Ezeiza, a horas nomás de pisar suelo argentino: “No hay nuevos rótulos que califiquen a nuestra doctrina ni a nuestra ideología, Somos lo que las 20 Verdades Justicialistas dicen. No es gritando la vida por Perón como se hace patria, sino manteniendo el credo por el cual luchamos.” Traducción: la patria futura no sería socialista, sino peronista a secas, como siempre quiso el jefe y fundador de lo que por él mismo se llamaría peronismo. Aunque su sarcasmo, acompañado de una gestualidad pícara y su astucia de viejo zorro de la política lo llevaría a decir: “Ahora todos se hicieron peronistas, justo cuando yo estoy dejando de serlo”.

Según los médicos Pedro Cossio y Jorge Taiana (padre), celosos tutores de su salud ya quebrantada en exceso, esos 60 días de explosiva catarsis emocional, de los cuales se está cumpliendo medio siglo, fueron una ráfaga que le causarían heridas y desgastes mayores que los de toda su prolongada vida política. Perón había regresado a una Argentina y se había encontrado con otra. La “primavera camporista” lo había exasperado; la rebeldía juvenil de Montoneros lo había llevado al hartazgo y la náusea política; sin embargo, el terrorismo del ERP, que había arreado a los jóvenes peronistas a las comarcas marxistas, restauraría en él su carácter y esencia de soldado del Ejército argentino y contribuiría a su aspiración de recuperar el prestigio en todo el arco de las Fuerzas Armadas, incluso de algunos cuadros que lo habían combatido tres décadas atrás. Fue allí, en esa institución, en donde Perón era y se sentía Perón.

Aquellos días de tormentos y adioses se iniciarían en los fastos del Día del Trabajo de 1974, que Perón quería restaurar para el acervo cultural justicialista. Fue en una Plaza de Mayo colmada y engalanada para ese mitin festivo de la antigua tradición. Sin embargo, terminaría siendo un reñidero despiadado, con más animosidad y querellas que gestos solidarios entre “compañeros”. Las columnas de la Juventud Peronista y de Montoneros, su brazo armado, no dejaban de lastimar una y otra vez los oídos del viejo caudillo: “¿Qué pasa … qué pasa, General?… está lleno de gorilas el Gobierno popular?”. Las consignas de la insolencia juvenil eran una catarata que sólo podía conducir al cisma final: “Rucci, traidor, saludos a Vandor”. Dos dirigentes gremiales, uno querido y otro detestado por Perón, pero piezas importantes de los juegos políticos del líder, ambos acribillados en ataques con el sello de una venganza partidaria de aires mafiosos. Mensaje claro: la directa alusión al asesinato de Rucci, sólo reconocido en corrillos políticos íntimos con la arrogancia propia de Firmenich, jefe político de Montoneros sin talla de líder: “Fuimos nosotros”.

En aquella multitudinaria asamblea peronista a cielo abierto el coro provocador sonó como lo que era: la admisión pública del asesinato de Rucci. Otra consigna no mediría el alcance de las palabras lanzadas como misiles dirigidos a las huestes sindicales defensoras de su jefe: “Vea, vea, vea… qué manga de boludos, votaron a una muerta, una puta y un cornudo”. La identificación con Evita, Isabel y el propio Perón se tornó inevitable. En “su Plaza”, donde había nacido a la vida política tres décadas atrás, llevado por multitudes obreras al balcón de la Casa Rosada, Perón asimiló el desafío de su cría. Y se sintió un toro de lidia, atrapado en su instinto. Sabía que a los jóvenes toreros inexpertos no podrían resistir sus resoplos de animal herido ni la metralla verbal de político en guerra.

Juan Domingo Perón (1895-1974), tres veces presidente de la Nación y líder del movimiento que lleva su nombre.Juan Domingo Perón (1895-1974), tres veces presidente de la Nación y líder del movimiento que lleva su nombre.El General entró rápido en combate. Erguido pese a sus años y achaques, bramó frente a la multitud y dijo lo que se haría historia: “Imberbes y estúpidos que gritan”. Sus imprecaciones caerían como un rayo sobre las columnas de jóvenes que creyeron que desafiar su liderazgo sería una travesura política sin consecuencias. Un sector de la Plaza quedaría vacío, en una retirada sin gloria ante los retos de su jefe irritado. No se fueron, Perón los había echado. Y les había advertido en un estilo parecido a la amenaza, en defensa de los dirigentes sindicales “sabios y prudentes, que han mantenido su fuerza orgánica y han visto caer a sus dirigentes asesinados, sin que todavía haya tronado el escarmiento”. Vestido de civil, pero con traje de guerrero, las palabras de Perón marcaron la historia. Tembló la Plaza, crujió el peronismo, se conmovió el país. Pero el disgusto tampoco sería gratis para el entrenado conductor de horas difíciles. Al atardecer de ese día agitado, sus médicos debieron darle medicación vasodilatadora para aplacar molestos dolores precordiales, huellas de la ira que no pudo controlar ante la provocación de quienes habían sabido ser una “juventud maravillosa” para enfrentar a la dictadura.

Varias fuentes peronistas de aquellos días, algunas muy cercanas a Perón y otras de segunda mano, coincidirían en señalar que algo parecido a un remordimiento perturbó al veterano jefe partidario, presidente de la república por tercera vez, plebiscitado dos días antes del asesinato de Rucci. Su estado de ánimo podría compararse con el de los días previos a su derrumbe de septiembre de 1955, cuando, presionado por la oposición, les cedería espacio radial a sus principales dirigentes para que se escucharan las voces disidentes. La invitación anticipaba un quiebre en su voluntad y ponía coto a su ambición. El 15 de julio, en un discurso ante legisladores propios, según Joseph Page en su obra “Perón, una biografía”, diría: “La revolución peronista ha finalizado…Yo dejo de ser el jefe de una revolución para ser el presidente de todos los argentinos.”

Sin embargo, tras el incendio de la Plaza, con discreción y buenos emisarios, el jefe peronista buscó tender lazos con algunos dirigentes juveniles por quienes sentía particular estima, como el caso de Rodolfo Galimberti. Firmenich, en cambio, no estaba en su radar político. Sentía por él algo parecido al desprecio y aborrecía, sobre todo, sus desplantes de divo presuntuoso que jugaba a la revolución: “Apenas me conoce y ya anda por ahí hablando mal de mí cada vez que puede”, se quejaba. No le resultaba fácil a Perón ensayar una discreta reconciliación con quienes creía que valían la pena. López Rega e Isabel, su mujer y vicepresidenta del país, y otros sectores de su gabinete, pensaban que esa juventud no era recuperable. Sin embargo, Perón no quería resignar del todo ese activo político y lo lograría con el surgimiento de la Juventud Peronista Lealtad, sector que abjuró no sólo de Montoneros, sino de la lucha armada como herramienta política. El fundador del peronismo quería mantener su liderazgo sobre el segmento joven.

Apenas 40 días después, Perón jugaría fuerte, en modo de preocupado estadista a la mañana, en la Casa de Gobierno, y de jefe partidario dispuesto a unificar el Movimiento bajo su conducción rotunda, en horas de la tarde. A medida que entraba en calor discursivo, sus pulsaciones se aceleraban y las cámaras de la cadena nacional captaban con nitidez su gesto adusto. Hablaría de “campañas psicológicas con fines inconfesables” y mencionó una “provocación deliberada” de “pequeñas sectas, perfectamente identificadas…minorías irresponsables”, a las que acusaría de “sabotear el proceso de reconstrucción nacional”.

Juan Domingo Perón en el discurso del 17 de octubre de 1945.Juan Domingo Perón en el discurso del 17 de octubre de 1945.El país entraría en shock al escucharlo explicar que no se refería a la oposición política. Sus catilinarias no irían contra la juventud desafiante de la Plaza de Mayo, sino para actores influyentes y calificados de la vida nacional. En su pieza oratoria incluiría una demanda inesperada, que al parecer no había consultado con nadie y que causaría un pasmo colectivo: “Sin el apoyo masivo de los que me eligieron y la complacencia de los que no lo hicieron…no sólo no deseo seguir gobernando, sino que soy partidario de que lo hagan los que puedan hacerlo mejor.” Su mensaje fue un misil que daría en el blanco: algunos empresarios y sindicalistas combativos, éstos detestaban los acuerdos y los consensos en detrimento de la lucha para mejorar el nivel de vida de los obreros. También sacudiría a algunos medios, que no identificaría, porque a su juicio mencionaban “con insistencia” la escasez de productos básicos de la canasta familiar. El complot perfecto para el rédito político.

La CGT lanzaría de inmediato un paro general y llamaría a una movilización urgente a la Plaza de Mayo, en rescate de su líder, a 30 años de la movilización que lo había metido en la historia a empujones. Sin embargo, aquella jornada, que culminaría con un extendido respaldo a su gestión presidencial, no le sería gratis a Perón. Los gremios con sus escuderías más nutridas y pesadas, y ciudadanos dispersos que salían de sus trabajos y se sintieron convocados por la historia, acudieron de manera espontánea y en masa a la Plaza de la leyenda. Un Perón envejecido, con voz ronca, expuesto al rigor de una cruda intemperie, daría un discurso memorable, acaso presintiendo que aquella vez podría ser la última en la que le hablaría a la multitud desde “su balcón”.

Fue en el frío atardecer de aquel 12 de junio, con un otoño en retirada y una temperatura que había bajado de los 10 grados. Aun así, el antiguo conductor parecía disfrutar la apoteosis de un melancólico y último adiós. Si buscaba borrar la imagen de aquel presidente enardecido y fuera de sí, que lanzaba desmesuras verbales a repetición contra la juventud montonera, lo lograría ampliamente, con su mejor cuerda sentimental y palabras acordes a un liderazgo pacificador de los años calmos de la vejez, al cual él aspiraba para una despedida con gusto a gloria. Y diría:

Compañeros: retempla mi espíritu estar en presencia de este pueblo que toma en sus manos la responsabilidad de defender la patria…Esta concentración me da el respaldo popular y la contestación a cuanto dije esta mañana. Por eso deseo agradecerles la molestia que se han tomado de llegar a esta Plaza. Llevaré grabado en mi retina este maravilloso espectáculo, en que el pueblo trabajador de la ciudad y de la provincia de Buenos Aires me traer el mensaje que yo necesito”.

Con la voz aún más cascada que al comenzar su mensaje, y atravesado por latigazos de frío que agitaban levemente su respiración, apuraba el cierre de sus palabras serenas, con destino de historia: “Para finalizar, deseo que Dios derrame sobre ustedes todas las venturas y la felicidad que merecen … Yo llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”.

En el helicóptero de regreso a la quinta de Olivos, fuertes puntadas en el pecho hicieron prever lo peor. Al llegar a la Residencia, con vasodilatadores y terapias cardíacas, lo recompusieron. Al ver los diarios del día siguiente, a su alrededor harían trascender que el general sentiría que había ganado una batalla difícil. Había recompuesto la imagen de estadista, distante de la de un dirigente vulgar y furioso chapoteando rencores en el barro de la política. A pesar de esos momentos estelares, lo cierto es que la vida de Perón se había vuelto un tormento desde que había regresado para siempre a la Argentina. Más que para disfrutar las mieles del reconocimiento, simplemente a morir en su tierra.

En una reunión secreta de gabinete, que el propio Perón ignoraba, en el domicilio de Alberto Vignes, su canciller, los médicos Taiana y Cossio, dispararon una verdad que nadie quería escuchar: “Con el trajín que está teniendo, y las preocupaciones que lo acechan, al general le queda muy poca vida.” Algunos se animaron a repreguntar: “¿De cuánto tiempo estamos hablando? ¿Un año, dos?”, precisó uno de ellos. Los médicos contraatacaron; “En estas condiciones, su corazón no resistirá más de seis meses. Ocho a lo sumo.“El diagnóstico sería casi exacto.

A pesar de la advertencia médica, Perón no pareció bien cuidado, ya desde antes del acto del 12 de junio. El 17 de mayo sufrió vientos helados en Bahía Blanca, donde el general presenció el subir y bajar de aviones y helicópteros en el portaviones 25 de Mayo, estoico, de pie, cumplió el rigor del protocolo militar, en un largo acto a la intemperie. A los pocos días, el 3 de junio, se sumó un viaje ajetreado a Paraguay, con clima cálido pero húmedo en exceso. Tremendo para su salud. Agasajos, actos, ajetreos continuos. Al regresar, el 7 de junio, el doctor Jorge Taiana cuenta en su libro “El último Perón/testimonio de su médico y amigo”: “…esperamos el regreso en el Aeroparque. Lo vimos disneico, pálido, ojeroso, demacrado, al borde de un grave colapso. Al acercarse para saludarme el doctor Cossio (su cardiólogo) me dijo: ‘Conducen al general a las puertas de la muerte’…”

Finalmente, a media mañana del 1° de julio, en la Residencia de Olivos, un día después de haber delegado el mando de la República en su esposa y vicepresidente, rodeado de un ejército permanente de médicos y enfermeras, se escucharía el quejido desesperado de un hombre en retirada: “¡Doctor, doctor, …no puedo más… esto se acaba!” Ese hilo de voz, apenas audible, era la de un enfermo terminal, yaciente en su cama, hecho casi un ovillo, con un corazón vencido por una isquemia coronaria de décadas. Perón moriría en un par de horas más, a las 13.15 oficialmente, pese al reiterado uso del protocolo de resucitación.

El general de las barriadas populares se iría de la vida una vez alcanzado un extendido reconocimiento de la sociedad sobre su desempeño público, mediante el cual borraría de la memoria colectiva a aquel otro de los días de fuego de 1955, impregnado por el estigma marketinero del “tirano prófugo”. En el amanecer del invierno de 1974, ese consenso popular se expresaría con una multitud acongojada, que acompañaría la cureña con sus restos, aclamado y llorado, bendecido con aplausos, vítores y un cielo de flores arrojadas a su paso, aún en los barrios paquetes que lo habían aborrecido en su primera hora de poder. Como él lo había soñado: lo habían echado por “dictador” y lo despedirían con la tristeza propia que se siente ante la pérdida de alguien de estatura histórica. El general de la sonrisa gardeliana, los brazos en alto y el victorioso clamor de “¡coooompañeros!”, concluía su tránsito terrenal. Sus días habían terminado. Asomaba el mito.

Últimas Noticias
NOTICIAS RELACIONADAS