He pensado que para el Día del niño puedo regalar a mis lectores un secreto.
¿Han oído hablar de la Bella y la Bestia?
La Bella era una muchacha, muy dulce y bondadosa, que un día entró en un jardín privado a recoger una flor para su padre moribundo. Pero el dueño del rosal era un príncipe hechizado, convertido en una Bestia, y retuvo a la joven consigo, para hacerle pagar la culpa del robo, en rigor frustrado.
El hechizo del príncipe se quebraba si una doncella se enamoraba de él aún con su presente aspecto -melena de león, hocico de jabalí, fauces de hiena y mentón de oso hormiguero-.
La doncella debía ignorar el requisito para que el antídoto funcionara. Bella se enamoró, la Bestia recuperó su aspecto original, se casaron y vivieron felices. El padre de la muchacha también sanó y vivió muchos años más.
Pero yo quiero contarles un secreto. Ahora que ya no hay príncipes ni reyes, y que nadie conoce la identidad de la Bestia ni de la doncella, ¿a quién puedo perjudicar? Eso sí: mantengan la boca cerrada.
Luego de que, por efecto del amor, la Bestia se reconvirtiera en príncipe; la Bella, llamada Romualda, preguntó una noche, durante la luna de miel, si no era posible que, por una sola vez, el príncipe se convirtiera en Bestia. Pues Romualda, como bien sabemos, se había encariñado con ese monstruoso aspecto y quería al menos despedirse.
El príncipe le aclaró que no: afortunadamente, el hechizo no era reversible. Romualda aceptó la respuesta, y continuaron su vida en paz. Pero al regresar de la luna de miel, Romualda preguntó al príncipe si no podían encontrar a la bruja que lo había hechizado y pedirle que por única vez lo convirtiera, por unos minutos, en Bestia, para que ella pudiera despedirse, pues el corazón le dolía de extrañeza.
-Pero si aquí me tienes -replicó el príncipe, algo ofuscado.
-No es lo mismo, no es lo mismo -se excusó la princesa-. Yo te conocí con un aspecto horrible. Eso me enternecía. Sé que eres tú, y tu alma, pero quisiera verte una última vez como te conocí… Eras tan tierno en tu fealdad…
El príncipe resopló y le dijo que aquello era imposible.
La vida nunca es como la esperamos. Servidos nuestros platos favoritos, perdemos el apetito. Y cuando nos acomete el hambre, comemos cualquier cosa. Nunca coinciden nuestras mayores ansias y nuestras mayores conquistas. La princesa comenzó a incordiar al príncipe: soñaba con la Bestia. Quería verla una sola vez más, aunque fuera por un segundo.
El príncipe, durante sus años de maldición, lo había perdido todo: su familia y su herencia. Al monstruo, lo habían abandonado, desterrado y desheredado. Sólo le había quedado aquel jardín de rosas. Pero la ahora princesa Romualda, aunque no provenía de la nobleza, por parte de madre era hija de una familia muy rica.
Los familiares, enterados de su prodigioso matrimonio, relacionados con nobles de otros reinos, comenzaron a preguntar cuándo llegarían los niños. Con el correr de los meses, luego de tardes de melancolía y noches de inapetencia, finalmente Romualda irrumpió en sollozos:
-Oh, mi señor, no puedo más. Yo estoy en verdad enamorada de la Bestia. Yo quería aquel cuerpo monstruoso, ese rostro desagraciado. La ternura y profundidad de su corazón, en contraste con su apariencia monstruosa, era lo que me enamoraba. Ya no puedo vivir sin la Bestia. ¿Qué haremos?
El príncipe se la quedó mirando y sus ojos se llenaron de lágrimas.
-Por Dios, te digo, señora mía, que nunca he conocido una criatura como tú. Ni siquiera la Bestia es más singular que tú, esposa mía. Y créeme que yo también me siento obligado a decirte la verdad.
Romualda, conmovida, tomó asiento en el lecho matrimonial.
La verdad era mucho más sorprendente de lo que esperaba.
La Bestia era una bestia, pero su esposo no era un príncipe. La Bestia y el supuesto príncipe, Monsieur Dregué -que tampoco era su nombre real- se habían conocido en una feria de variedades. Entre otros muchos fenómenos, se encontraba la Bestia, tal como la hemos descripto.
Monsieur Dregué compró a la Bestia por una buena cantidad de doblones y le propuso un trato que los haría ricos: se instalarían en distintos reinos, en un sitio con un atractivo jardín de rosas, o con una fuente encantadora, o donde fuera que por algún motivo una doncella se sintiera tentada a pasar.
Y en cuanto alguna doncella se atreviera a acercarse a cortar una rosa -hecho que ocurría al menos una vez por mes, cuando no cada quince días-, si su fortuna lo ameritaba, le harían creer que la Bestia -que así había nacido y así vivirla por siempre- era en realidad un príncipe hechizado, y que por medio del amor podía devolvérsele su apariencia original.
Las doncellas que se internan en un jardín para arrancar una rosa suelen ser tiernas y compasivas, y generosas cuando son ricas. Ninguna podía eludir el hechizo de un príncipe convertido en monstruo que mantenía intacta su capacidad de amar. También encontraban doncellas en el bosque o en el camino, donde la Bestia aparecía como ocultándose, huyendo de supuestos captores de la feria de variedades.
Todas las jovencitas ricas se apiadaban. Cuando, por fin, según nuestros dos pillos, por efecto del amor, la Bestia recuperaba su apariencia de príncipe, se casaban. A los dos o tres meses de casados, luego de apoderarse de buena parte de la fortuna de su flamante esposa por diversos medios, el príncipe desaparecía y la Bestia reaparecía por última vez: había descubierto que el hechizo sólo se interrumpía durante algunos meses por efecto del amor; pero debería pasar el resto de su vida como una Bestia.
Todas las flamantes esposas lo abandonaban entonces, sin excepción, sin reclamar un penique de su fortuna, acongojadas pero vencidas. Hasta que apareció Romualda, la única que se había enamorado realmente de la Bestia, al punto de amarla como era, más que al príncipe. No habían querido concederle la aparición de la Bestia antes de acabar de esquilmarla, pero su tenacidad los había derrotado.
-Te presento a mi amigo Baltanera -dijo el falso príncipe-. Tú eres distinta a todas las que conocimos. No podemos engañarte.
Por algún lado apareció Baltanera, la Bestia, y se puso de rodillas ante Romualda.
-Mi sueño, mi amor. Intentamos engañarte, pero tú nos venciste: ¿cómo podía imaginar yo que alguna vez alguien me querría tal cual soy? ¿Acaso de haber sabido que existía una criatura como tú, hubiera dedicado un solo día de mi vida a estas penosas tramoyas? Tuyo es mi corazón, tu fortuna está intacta y te la devuelvo. Ni siquiera te pido que nos casemos. Trabajaré para ti el resto de mi vida. Sólo pido el placer de tu compañía.
Pero Romualda se había enamorado de un corazón puro y atormentado. De un hombre-bestia cuya alma era todo lo contrario de su aspecto. No de un pillo capaz de arrepentirse. La habían engañado como a una niña. Habían abusado de su generosidad. La habían considerado una tonta. Abandonó a Baltanera y Monsieur Dregué, sintiéndose orgullosa de su capacidad de amar. Nunca más volvió a verlos, ni ellos continuaron su farsa. Pero el resto del mundo conservó la historia de la Bestia convertida en príncipe por amor. En ocasiones la verdad es una Bestia que las personas prefieren no enfrentar.
Por mi parte, no sé si me agradecerán por permitirles guardar este secreto. Si no se sienten afortunados por saberlo, espero que al menos hayan disfrutado de un buen cuento.
POS