La ratificación de la condena de Cristina Kirchner es uno de esos momentos en los que muchos observadores de la realidad política nacional son propensos a impostar un gesto adusto, mirar hacia un punto indeterminado del infinito y pronunciar, de manera pausada y con cadencia sentenciosa, la frase de rigor: “Estamos en presencia de un cambio de época”. Luego buscará a su alrededor miradas de admiración que recompensen tanta profundidad.
Política
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Sólo en la historia reciente, y muy a vuelo de pájaro, podemos recordar algunos momentos en que se realizó el pronóstico sobre el presunto fin de una era y el comienzo de otra.
La muerte de Juan Perón (1974) fue uno de esos momentos, pues nadie concebía la supervivencia del peronismo tras la desaparición de su figura más excluyente.
Igual sucedió cuando Raúl Alfonsín infligió la primera derrota electoral en comicios libres al peronismo (1983). Otra ocasión fue la rebelión del campo contra el gobierno de Cristina Kirchner (2008), victoria opositora ratificada en las elecciones de diputados y senadores nacionales de 2009. Y finalmente, la frase reapareció en 2015 en ocasión del triunfo de Mauricio Macri en 2015 y consolidado en 2017.
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Sin embargo, la realidad política argentina se mostró harto resistente a esos pronósticos pretenciosos. El peronismo, en su modo más clásico, continúa teniendo una presencia central en la política nacional. Una y otra vez se reformuló, renovó sus dirigentes y, con idas y venidas, conservó su lugar central en el escenario político argentino.
De tal modo, los pronósticos acerca de un cambio de época resultaron, cuanto menos, exagerados. Pese a todas las modificaciones y alteraciones, la sustancia de la oferta económica y social del peronismo se mantiene incólume, completamente resistente al paso del tiempo e incluso al advenimiento de nuevos parámetros ideológicos y culturales.
Y esta vez, incluso con su líder condenada y encarcelada, sería temerario insistir sobre la idea de que se avecina una nueva era política, distante de otra que concluye con la imposición de un adminículo electrónico en el delicado tobillo de la expresidenta.
Si ha existido un cambio importante desde el retorno de la democracia, ha sido la virtual desaparición del radicalismo y la construcción y el acceso al poder de una fuerza que se define como liberal y que reconoce como antecedentes más notables la solitaria prédica de Álvaro Alsogaray durante décadas y el gobierno de Carlos Menem, con la decisiva presencia de Domingo Cavallo en el Ministerio de Economía.
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De matriz populista, al igual que el peronismo, la UCR siempre sintió terror a ser comparada con el liberalismo, aunque, hay que recordarlo, sus principales intentos de privatización, búsqueda del equilibrio fiscal y modernización sindical fueron siempre prolijamente bloqueados por el peronismo desde el Senado.
Pero las fuerzas que hoy predominan en el radicalismo son más afines al populismo peronista que a las más suaves versiones del liberalismo. Su espacio político ha sido ocupado por una nueva fuerza política que denota mayor énfasis en la búsqueda de la república, la división de poderes y la racionalidad económica.
El peronismo, en su modo menemista, tuvo en cuenta los grandes cambios del escenario mundial: la implosión de la Unión Soviética y el descreimiento de que el Estado era el lógico y más eficiente administrador de los recursos públicos. Pero su huella en el peronismo resultó exigua.
Es con Néstor Kirchner y Cristina que regresan los valores más genuinos del peronismo clásico. Si Perón fundó su distribucionismo social en la holgura económica de la posguerra, los Kirchner pudieron hacerlo gracias a los altos y crecientes precios de las materias primas, que permitieron excedentes fiscales y de balanza comercial. En esos casos, claro, se dilapidaron sendas oportunidades de instalar un crecimiento sobre bases sólidas y permanentes.
Aunque resulte ominoso aceptarlo, Cristina representa mejor al peronismo histórico –o la representación que tienen de él sus votantes– que la visión más racional, moderada y prudente que pueda adjudicárseles, por ejemplo, a Juan Schiaretti y a Miguel Pichetto.
La despreocupación por el gasto público y el déficit fiscal, la idea de la emisión monetaria sin límites como solución a los problemas sociales, el discurso flamígero contra los ricos y el capitalismo, el acceso al paraíso sin sacrificio alguno, son más afines al peronismo histórico que la moderación y la búsqueda del equilibrio macroeconómico de cualquier otra opción peronista.
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A muchos les resulta incomprensible que Cristina Kirchner, tobillera incluida, pueda conservar aún el apoyo de al menos una tercera parte del electorado nacional. Pero es así, claramente.
A sus votantes los tiene sin cuidado si la expresidenta se quedó o no con recursos del Estado. Como “todos roban”, no hay ninguna diferencia moral entre un gobernante y otro, sostienen.
Todavía el sindicalismo, los barones del conurbano y las provincias pobres viven pendientes del retorno de un peronismo que reparta recursos a cualquier costo, incluso el de una inflación desbocada, que siempre podrá ser atribuida a la maldad y perversión de comerciantes, productores e industriales.
Un auténtico cambio de época llegará cuando esta visión de la política y la economía se extinga y predomine en el peronismo la idea de que la búsqueda de cualquier mejora social debe hacerse en el marco de políticas económicas sustentables, de la democracia y la división de poderes.
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Y, por supuesto, cuando se afiance la convicción de que si un gobernante roba, debe ser condenado a pasar un largo período en prisión, sea en una cárcel estatal o en un departamento privado.
- Analista político