15 junio, 2025

El gallinero de mi abuela Yeyé

Yo tuve una infancia muy diferente a la de mi abuela. Mientras fui criada en gran parte por ella, porque mis papás tenían que trabajar, Blanca (la Yeyi, como la apodé de chica) pasó meses bajo el cuidado de su tía. Mientras yo jugaba en el living de casa, ella pasaba tardes enteras encerrada en un gallinero, hasta que la mujer lo ordenaba.

En todas las familias abundan historias que nos permiten conocer más sobre nuestro pasado. Al día de la fecha, sé cientos de relatos de mi árbol genealógico. Algunos, de finales abiertos; otros, autoconcluyentes. Pero ninguno me impactó tanto como el del gallinero.

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No recuerdo a qué edad lo escuché por primera vez, pero estoy casi segura de que fue durante unas vacaciones en la casa de veraneo que alquilaba mi padrino Rubén, el hijo del medio de Blanca. El sol de la siesta era tan fuerte que tenía que esperar un poco más para meterme a la pileta. Aunque de chica no lo entendía, esos tiempos muertos eran oro en polvo.

La sala se llenaba de compoteras de helado vacías y anécdotas que imprimían otro sabor a la tarde. Pero también surgían estos recuerdos que, lejos de ser graciosos, contorneaban la dura infancia de una persona a la que quiero profundamente.

Yeyé es la última de cinco hermanos, pero sólo ella quedó bajo el cuidado de su mamá Librada. Los tiempos eran tiranos y el pan escaseaba. Con los pocos pesos que tenía, mi nona viajó de Villa Dolores a Córdoba capital para buscar una mejor vida, y fue a parar a la casa de una de sus cinco hermanas.

Librada trabajó toda su vida limpiando casas de familia y tenía que dejar a Blanquita al cuidado de su tía para no importunar a sus patrones. Apenas salía de esa lúgubre casa de Alta Córdoba, la mujer y su familia obligaban a mi abuela de 4 años a permanecer encerrada en el corral, en compañía de las gallinas, una sillita mecedora y una hogaza de pan con mate cocido, hasta que volviera su mamá.

De vez en cuando, Yeyé me vuelve a contar esta historia y a veces le suma algún dato extra que me estruja el corazón. Que sus primos le quitaban los pocos juguetes que tenía; que a veces pasaba horas sin comer ni tomar nada; que si hacía mucho frío, se tapaba con una manta hasta quedarse dormida chupándose el dedo gordo, y así.

Una vecina alertó a mi nona sobre la situación (dice que la escuchaba sollozar mucho) y ella sólo atinó a llevarse a su hija a las casas donde trabajaba. Para Librada, no existían niñeras ni otros familiares para pedir ayuda; mucho menos una mínima instancia de diálogo con su hermana para remediar la situación. No. El silencio era un velo seguro para esconder el miedo, la bronca, el dolor y la angustia.

En la vida, todo vuelve. Librada era una trabajadora intachable que llegó a tener patrones de buen corazón. Al poco tiempo de quedarse sin trabajo, la nona fue recomendada por una vecina para entrar como empleada en la casa de un matrimonio de ingleses. El resto es otra historia.

Cada vez que escucho el relato de mi abuela, la lleno de preguntas.

¿Por qué Librada se fue de Villa Dolores? ¿Qué o quién la empujó a hacerlo? ¿Por qué llevó sólo a una hija? ¿En qué pensaba su hermana para hacer lo que hacía con su sobrina? ¿Qué sentía la nona cada vez que tenía que dejar a la niña en esa casa?

Hoy sigo sin tener todas las respuestas, pero hay algo que no me saco de la cabeza.

La Yeyi tiene casi 88 años (cumple el 23 de junio, por si la quieren saludar). Puede no acordarse de qué comió ayer, cuándo tiene turno al flebólogo ni a qué hora tiene que tomar los remedios. Pero esa historia no se la olvida nunca. 4 años tenía.

Es parte central de su identidad. La cuenta una y mil veces; no para recordarla, sino para decir quién es, para hablar de resiliencia, de subsistencia, de familia y de sanación. De vez en cuando, se emociona y le cae una lagrimita, pero al llegar al final, se le iluminan las arrugas del rostro.

“¿Querés tomar algo, hija?”, me pregunta. Y, como si nada, agarra el bastón, camina despacio hacia la cocina y prende la hornalla para tomarnos unos mates. “A mi mamá le gustaban bien dulces”, asegura con orgullo, y procede a tirar de esa maraña de relatos que tiene en la cabeza. Nunca los cuenta ordenados y siempre son el mismo salpicado de anécdotas.

Yo la escucho como si fuera la primera vez, porque también son parte de mi identidad. Sí, mi infancia fue diferente, pero sé que lo fue gracias a esas vivencias. De algún modo, resignifican mi propia existencia.

Las personas mayores están para enseñarnos los errores cometidos, las hazañas alcanzadas y los dolores ajenos, pero sólo si nos interiorizamos en conocer “el gallinero”. Ahí radica el valor de la memoria. Y yo no pienso dejarla morir nunca.

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