Cuando yo era joven, a la muerte de Franco, en plena transición española, la palabra libertad la usábamos para reclamar el fin de la dictadura. Ha dado tantas vueltas la vida desde entonces, que desde hace algún tiempo la palabra libertad se manosea por quienes estaban situados políticamente cerca, muy cerca, de aquellos que aborrecían el concepto político de la libertad. Ahora la usan estos que se manifiestan contra todo lo que supone ordenar jurídicamente la vida en sociedad conforme a los criterios de la mayoría. Esa libertad que invocan arranca, aunque ellos no tienen ni idea, de la libertad del «laissez faire, laissez passer» del fisiócrata Vicent de Gournay, que en el XVIII se manifestaba contra la intervención de los gobiernos en la economía; o de la libertad del Consenso de Washington de los años ochenta del pasado siglo, que sentaría las bases de un capitalismo salvaje que nos «regaló» en 2008 la crisis financiera más grave desde el crac del 29. Esa era la libertad contra un orden y una ley que limitaba los desmanes del más fuerte o la imposición de la voluntad de unos pocos a la mayoría. Esa libertad que ahora reivindican como señuelo los que realmente quieren imponer el autoritarismo, es la de horadar los pilares fundamentales de la democracia, como trataré de demostrar.
La vigencia de lo que decía Locke es palmaria: «donde no hay ley, no hay libertad». Así que el primer principio es la necesidad de ajustar todo al cumplimiento de la ley y también al sometimiento de todos los ciudadanos y todas las instituciones al Derecho. Sentado esto, afirmo con Sartori, que «así como la democracia puede ser muerta por una mayor democracia, igualmente la libertad política puede ser muerta en nombre de la verdadera libertad». ¿Cuál es esa verdadera libertad?
Ya Locke entendió la libertad en términos de autodeterminación «no sujeta a la arbitraria voluntad de otro hombre». Aquí hay, pues, una clave: la arbitrariedad. Y ¿quién impide la arbitrariedad? Justamente el Derecho. La libertad política rechaza el poder arbitrario y absoluto y exige de modo imperativo su transformación en un poder legal, un poder que aparece limitado por leyes iguales para todos. Como dice Sartori «la libertad política combate el abuso de poder; lo que pide es el poder de controlar y limitar el ejercicio del poder». Citemos entonces a Cicerón: «seamos siervos de la ley con el fin de poder ser libres». Por eso, la historia nos enseña que somos libres cuando nos sometemos a la ley y no al patrono.
En el desarrollo de este dogma de política democrática, la evolución constitucional construyó el concepto de un poder político que debe ser controlado por «frenos y contrapesos», check and balance, y, además, someterse a la ley superior que es la Constitución. Se trata, pues, de un sistema de garantías jurídicas que permitan el ejercicio de la verdadera libertad política. Kelsen afirmaba que una democracia que no se autolimita sometiéndose al principio de legalidad, termina por autodestruirse. Rousseau lo tenía bastante claro: «No hay libertad sin leyes, ni tampoco la hay allá en donde alguien esté por encima de la ley… Un pueblo libre obedece leyes, pero no se obedecen más que las leyes y es por fuerza de las leyes que no se obedece a los hombres… Un pueblo es libre… cuando, quien lo gobierna, de hecho, no ve al hombre, sino al órgano de la ley».
Y, ¿por qué reflexiono sobre todo esto? Por la sencilla razón de que empieza a extenderse por el mundo, desde el trumpismo y otras ideologías iliberales autoritarias, la idea de que el poder ejecutivo solo debe responder ante quien le ha elegido. La idea de que el voto es la suprema expresión del poder y que el resto de los contrapesos: llámense parlamento o jueces, deben quedar sometidos a la máxima expresión del voto popular. Esto que empezamos a ver en Estados Unidos, donde el poder del presidente se cree legitimado por los votos para desarmar los otros poderes del Estado, no es nuevo en absoluto. En la Europa de los años veinte y treinta del siglo pasado, dos dictadores llegados al poder desde las urnas desmontaron en poco tiempo el Estado constitucional, sometiendo la ley a su voluntad omnímoda y declarándose único poder legítimo. Así mueren las democracias. Desobedecieron sin consecuencias a la ley. Y si la ley no es coercitiva, ya no es ley. Pero también desde quienes no tienen el poder y para alcanzarlo apelan al dogma absoluto de la libertad. La libertad frente a todo.
Sería prolijo continuar con otras actuaciones que están poniendo en tela de juicio la que desde siempre se ha autodenominado la democracia más antigua del mundo. Valga ahora mi reconocimiento a quien hace frente a esto con dignidad. El rector de la Universidad de Harvard, su presidente en la terminología norteamericana, ha puesto de manifiesto hace poco un ejemplo de esto que les he contado, de cómo destruir el poder judicial, simplemente desoyendo sus mandatos. El profesor Alan Garber se ha opuesto al control ideológico que el gobierno norteamericano quiere ejercer sobre su Universidad, por esto expresó que no se someterá a ello, porque esas medidas «invaden libertades universitarias reconocidas desde hace mucho tiempo por el Tribunal Supremo…». Si esa acción del gobierno no tiene consecuencias sancionadoras, será una muesca más en el revolver con el que Trump dispara a la democracia en su país. Un ejemplo de cómo haciendo caso omiso a uno de los poderes del Estado, la libertad política se convierte en una mera ilusión formal.
Terminaré con dos ideas sobre la Democracia que ha escrito recientemente mi buen amigo Daniel Innerarity, seguramente el filósofo político español más reconocido en lo que va de siglo. Afirma que «casi todos perdemos casi siempre las elecciones y, cuando las ganan los nuestros tienen que gobernar con otros y nunca hacen lo que habríamos deseado». Así que, según él, el homo democraticus tiene como destino la continua decepción. Pero, esto tiene una compensación: no hay nadie que se salga completamente con la suya. «El éxito de la democracia consiste en repartir esa decepción con la mayor equidad posible». Por esta razón, afirma Daniel, cuando aparece alguien, algún político, que pretende llevárselo todo, se disparan las resistencias y se acaba con ese equilibrio, todo se tensiona, y ya la insatisfacción puede ser absoluta. Así como gobiernos hay en todos los lugares, solo en las democracias existe la oposición como alternativa.
A ello, yo añado que la democracia solo sobrevive mientras se cumple la ley, en el sentido expuesto más atrás, cuando se incumple sin respuesta judicial se abre el camino a su destrucción. Como juristas, como universitarios, tenemos el deber moral y la obligación académica de advertir a nuestras sociedades de estas derivas autoritarias.
*Catedrático de la Universidad de Córdoba
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