Hay personas que están tocadas por una varita que les concede una habilidad especial para expresarse, ya sean unas manos capaces de esculpir, de pintar, de escribir, de tocar un instrumento, una voz con potencia suficiente para llenar un auditorio o un cuerpo diseñado para expresar emociones a través del movimiento. Esa habilidad innata que brota desde dentro sin control puede ser una fuente de felicidad si consiguen canalizarla o ser un motivo de frustración si se ven obligados a acallarla.
«Si me dicen que no puedo bailar, matarían una parte de mí». «Esta es mi pasión desde que era muy pequeño, me gusta bailar, me hace feliz». «Mis amigos se metían conmigo, pero a mí me daba igual porque bailar es mi desahogo, bailando me siento libre». «No sé dónde está escrito que esto es una cosa de chicas o de gays, como dicen algunos, es mejor no escuchar lo que diga la gente». «Mi hijo tuvo problemas en el colegio por estar en el Conservatorio, pero en casa siempre le dijimos que no tenía que gustar a todo el mundo, que tenía que ser fuerte y hacer lo que él quisiera sin importarle la opinión de los demás».
Son algunas de las frases de Álvaro Arcos, Samuel Guerra, Julio Calatrava e Ignacio Navarro y sus familias, cuatro chicos cordobeses de entre 13 y 15 años que un día decidieron apuntarse en el Conservatorio de Danza Luis del Río de Córdoba para aprender a bailar. Después de varios años en la enseñanza básica, han superado una prueba de admisión y pasado al siguiente nivel con el objetivo de formarse y obtener la titulación que les capacitará como bailarines profesionales mientras compaginan sus estudios de Secundaria. Todos ellos se identifican con el personaje de la película Billy Elliot, una historia ambientada en la Inglaterra de los años 80 y que 40 años después sigue representando muy bien los prejuicios a los que se tienen que enfrentar los chavales a los que les gusta la danza.
Julio y Nacho son los mayores. Tienen 15 años y están en cuarto de ballet clásico y danza contemporánea respectivamente. Los dos recuerdan haber tenido que escuchar comentarios desagradables por su afición. «Ahora está más normalizado, pero antes si hacías danza, para todo el mundo eras gay, por decirlo suave. En Primaria, había un niño que se creía muy importante y se metía conmigo por bailar, se lo dije a mi madre y pasé, no iba a dejar el Conservatorio por eso», recuerda Nacho. Julio tuvo problemas de acoso en el colegio aunque, como el resto, siempre recibió el apoyo de sus padres y fueron ellos quienes le llevaron a hacer las pruebas porque siempre andaba bailando. «Nunca pensamos en quitarlo, más bien en darle herramientas para sobrellevar esos comentarios y que no le afectaran», recuerda Ignacio, su padre. «De pequeño, era muy introvertido y siempre me daban de lado, cuando se enteraron de que estaba en el conservatorio, lo aprovecharon para insultarme, aunque por suerte, me cambié de instituto y allí encontré gente que me comprendió y que ahora son mis amigos». Para Julio, la danza es a la vez «un hobbie, una salida profesional y un refugio donde acudir cuando todo se pone negro», pero sobre todo, «es uno de mis pilares, una parte de mi alma».
Julio Calatrava, bailarín. / AJ González
De momento, no tiene claro si le gustaría dedicarse a ello profesionalmente. «Tengo otras inquietudes y este mundo es muy tóxico porque hay mucha competencia, aunque no descartaría la enseñanza o una compañía pequeña», afirma convencido.
Lo habitual en las familias es empezar apuntando a los chicos a los deportes supuestamente masculinos. «Yo hice fútbol y baloncesto, pero no me gustaba», recuerda Nacho, «luego pedí a mi madre que me apuntara a gimnasia rítmica porque lo vi en algún sitio y me gustó, me llevó a un club y estuve dos años, hasta que en una competición gané un premio y me dieron una muñeca, a mi madre le sentó fatal». Entonces, decidió quitarlo. «Me di cuenta de que si seguía ahí, no llegaría a nada», afirma Elisa sincera. «Luego, una amiga me habló del Conservatorio de Danza, una opción en la que ni siquiera había pensado, y lo llevé para que hiciera las pruebas», añade. Nacho entró con la nota más alta, más de un 9. «Tiene cualidades innatas, pero esto es muy duro y ha habido momentos en que ha querido dejarlo», apostilla su madre. Para él, la danza es su forma de expresión, «un espacio de libertad, el lugar donde puedo relajarme y dejar los problemas a un lado» aunque no tiene claro que se quiera dedicar a ello. De hecho, confiesa que su sueño sería «ser empresario o modelo».
Samuel cursa este año tercero de Flamenco. Su madre es Lola Pérez, artista y profesora del Conservatorio de Danza, y él parece haber heredado sus cualidades y el gusto por el baile. «Siempre tuve claro que me gustaba el flamenco, he oído muchas veces que la danza era cosa de chicas, pero no hago caso porque me encanta bailar», dice rotundo. Empezó en una academia siendo un crío y cuando cumplió 8 años hizo las pruebas. «El flamenco me sirve para la vida, aquí me lo paso bien, yo soy muy tímido y con esto he superado el miedo, que se hizo más grande durante la pandemia, y ahora soy más extrovertido, en el escenario te creces». Samuel, que hace poco decidió cortarse su larga melena, harto de soportar durante años bromas pesadas sobre su aspecto supuestamente femenino, es un enamorado de los deportes, pero no siente que haya renunciado a nada por el flamenco. «Ahora un poco más porque no tengo mucho tiempo para salir con mis amigos o ver el fútbol porque tengo todo el día ocupado entre el instituto y el Conservatorio, pero no me arrepiento porque esto me compensa». Como el resto, echa de menos que haya más chicos en clase y anima a todo el que le guste a probar: «Que no tengan miedo y vayan a por ello, las pruebas son duras, pero si te gusta y las preparas, no es para tanto», sentencia, «mi sueño sería dedicarme a bailar, mi modelo es mi madre aunque quiero tener mi propio estilo». Lola Pérez tiene otro hijo que nunca ha querido bailar. «Verlo en casa te influye si te gusta, si no, no», explica, «cuando eran pequeños, les ofrecimos actividades, él estuvo en taekwondo con su padre que es profesor y lo dejó, también estuvo en fútbol, pero lo que le gustaba realmente era la academia de flamenco y sigue yendo los sábados por la mañana». Para su madre, la prioridad es que compatibilice la danza con el instituto y obtenga ambas titulaciones, algo en lo que están de acuerdo tanto los padres como los hijos, que prefieren no apostar su futuro solo a una carta.
Bailarines del Conservatorio de danza Luis del Río. / AJ González
Álvaro Herrera es el más joven de los cuatro. Tiene 13 años y cursa primero de Danza Española. En su caso, fue él quien pidió a sus padres que lo llevaran al Conservatorio. Según relata, descubrió siendo muy pequeño que le encantaba bailar, una disciplina que su madre desarrolló siendo una niña, aunque una lesión la hizo abandonar, y que conoció de cerca gracias a una prima, alumna también del conservatorio. «Estuve en una academia en Villafranca desde los tres años, mis padres me han llevado mucho al teatro y cuando veía a los bailarines en el escenario, pensaba que yo quería hacer eso», recuerda, «a mí nunca me han dicho que era cosa de niñas, mi familia siempre lo ha visto bien y se ilusionan mucho cuando me ven bailar, me dijeron que si quería ser artista y les dije que sí». Para él, la danza es «más que un hobbie», dice sin dudar, «si me prohibieran bailar, me daría algo porque lo necesito, aunque sea duro». Cuando imagina su futuro laboral, aún no tiene muy claro si elegirá la danza como profesión. «Yo no me veo como bailarín, pero sí me gustaría dar clases en una academia», comenta.
Un camino de sacrificio
Los padres de los cuatro coinciden en que el camino que han elegido es muy sacrificado y les obliga a hacer grandes esfuerzos que seguramente les llevarían a abandonar si no les gustara tanto lo que hacen. Igual que sus compañeras chicas, de lunes a viernes, asisten al colegio por la mañana y comen lo que pueden y donde pueden rápido para estar en el Conservatorio entre las cuatro y las cinco, donde pasan unas 15 horas a la semana. Vuelven tarde a casa, donde les esperan las rutinas normales y los deberes. Los que vienen de los pueblos lo tienen aún más complicado y muchos llevan años comiendo en el coche o en un parque. Según el padre de Julio, Ignacio, su hijo «empezó a llevarse el tupper para comer fuera muy pequeño, es cierto que cuesta, pero también tiene muchas recompensas, les enseña autodisciplina, a no perder el tiempo, a organizarse para trabajar y divertirse, les da cultura, hacen ejercicio y como les gusta, son felices bailando». La madre de Álvaro, Elisa, coincide con él. «Mi hijo aún es pequeño y no puede valorar la dimensión del esfuerzo que hace todos los días, pero la danza le ayuda a vencer la timidez, a combatir su déficit de atención y a canalizar las emociones, por eso merece la pena que siga, en casa tenemos un cuadrante diario y cada vez es más autónomo, no todos los niños tienen que ir al fútbol, también tiene que haber personas que se dediquen al arte».
Lola, profesora y madre de Samuel, recuerda que «en el Conservatorio, no solo bailamos, también hay clase de música, guitarra, anatomía, interpretación, historia del baile o de la danza y según las disciplinas, castañuelas, abanico, mantón…». En su opinión, ya es hora de acabar con los prejuicios y fomentar las vocaciones artísticas. «A muchos niños les encanta bailar, aunque a sus padres ni se les pasa por la cabeza traerlos al conservatorio porque son niños y piensan que va a darles problemas o porque saben que ellos tendrían que hacer un esfuerzo extra para que vinieran a clase».
Y es que la disciplina horaria no solo se aplica a los alumnos sino a toda la familia, que tiene que organizarse bien para los traslados y recogidas diarias, lo que a veces supone un sacrificio también para los hermanos. Belén, madre de Nacho, confiesa que «en parte, me he perdido la infancia de mi hijo menor para estar con él porque vivimos en Alcolea y había que llevarlo y traerlo todos los días». La cosa cambia ligeramente los dos últimos cursos. A partir de quinto, gracias a un convenio, el alumnado puede ir al Conservatorio por la mañana, donde el profesorado del IES Góngora imparte las asignaturas comunes. El resto de horas lectivas las reciben por la tarde en el instituto.
A pesar de los avances conseguidos en igualdad, los datos demuestran que hay mucho camino por recorrer. La presencia de chicos en las aulas del Conservatorio de Danza Luis del Río de Córdoba, como en la mayoría de conservatorios y academias siempre ha sido minoritaria aunque la situación va a peor. El porcentaje de alumnos no solo es muy reducido sino que según la dirección del centro, ha descendido en los últimos tres años, pasando del 9,1% del total en 2022/23 al 7,4% el curso pasado y solo el 6,6% en este 2024/25. En este momento, de 411 alumnos matriculados, solo 27 son varones.
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